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kemisa

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Kemisa

 

 

 

De Ana Liyu para Abay

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Kemisa, alumbrando el futuro

 

 

A la linterna le había puesto el nombre de Mebrat, y al palo Dula. No se había complicado demasiado, era cierto, porque lo que importaba era que tuvieran sonido, resonancia, vida propia, ese espíritu de las cosas que te acompaña aun cuando estás solo. Y eran sus dos artilugios más preciados, de los que nunca se desprendía, ni siquiera cuando dormía tendido sobre esa esterilla deshilachada que extendía sobre el suelo. Los agarraba con fuerza, sin aflojar sus puños, mientras su cuerpo se abandonaba al mundo de los sueños en el que todo era un poco más cálido.

 

Kemisa era un niño, tenía sólo 7 años, pero era el pastor de la familia desde que había comenzado a andar. Por ello su apego a Dula que le acompañaba desde entonces en sus paseos diarios guiando a las vacas en busca de algún remoto lugar donde encontrar algo para alimentarlas, recorriendo kilómetros y kilómetros con el palo a la espalda, como había aprendido de los mayores para que el cuerpo no se la cargara después de tantas horas en la misma posición.

 

 

 

 

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Y así pasaba cada día, sin excepción, caminando y silbando alguna canción que había retenido en su memoria, porque escribir y leer eran verbos que nunca había utilizado hasta que Mebrat apareció en su vida hacía unos meses. Esa pequeña linterna de dinamo que hacía el ruido más bonito del mundo, el que le servía para volver a casa ya echada la noche después de asistir a las alulas nocturnas de la ONG Abay.

 

No había sido fácil convencer a su familia para que le dejaran ir. Sus obligaciones eran más importante que su educación, esa era la creencia popular en un país donde el hambre y la supervivencia estaban a la orden del día, pero él se las había ingeniado para demostrarles que podía hacer las dos cosas a la vez, y que con sus conocimientos nuevos podría mejorar sus vidas en un futuro. Esta palabra no significaba nada para unos padres que estaban acostumbrados a vivir el día a día, que no creían en un futuro que se les escapaba de las manos a cada segundo, pero Kemisa había comprendido, pese a su edad, que sin esa palabra todo estaba perdido. Por eso miraba con cariño a Dula, que pertenecía a su tradición y a su supervivencia, y agarraba firmemente a Mebrat, que simbolizaba alo que podía llegar a ser.

 

 

 

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Su abuelo le había dicho justo antes de morir que no escuchara demasiado a los mayores, que se contaminaría de sus decepciones. Desvariaba desde hacía tiempo y nadie le tomaba en serio, pero Kemisa vio en sus ojos que decía la verdad. Le señaló la ventana, desde la que entraba un sol radiante y le dijo que mirara siempre donde la luz apuntara. Por ello no había dejado de agarrar fuerte a Mebrat, porque sabía que era la única con la que podría combatir todas las oscuridades del mundo.

 

 

 

 

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